El tiempo es la sangre de una película y el
cineasta ha de lograr que las imágenes se sucedan sin fisuras para que la
película no se desangre entre plano y plano. Hay algo de espantoso en la
contemplación de un filme por el que no notamos transcurrir el tiempo, es como
estar contemplando un cadáver. Ayer tuve esa sensación en la proyección de Les
bien-aimés, el último filme de Christophe
Honoré. La película se desangraba en sus secuencias musicales. Las imágenes no dejaban avanzar en el tiempo a unos personajes
que, habiendo encontrado la mejor manera de expresar sus
emociones, cantaban y se movían animados por la música. Era un espectáculo
triste de contemplar.
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