jueves, 11 de agosto de 2011

sólo estaré bien el día que haga una película

Hubo una época en la que tomábamos los bares imaginando que revolucionaríamos el cine. La imaginación era nuestra forma de pensar. Sin imaginación uno está perdido -nosotros imaginamos un verano fatal y solo de ese modo fuimos capaces de vivirlo.- Nunca hablábamos de los filmes que detestábamos ni de los directores que formaban parte de nuestra lista negra en la que incluíamos a críticos y a González-Sinde como cabeza de turco. También teníamos nuestra lista de favoritos: adorábamos Deseando amar, Dogville, Lost in translation, Kill Bill, La mala educación, Mi vida sin mí, Mulholland Drive, Olvídate de mí, Soñadores, Elephant. Vivíamos esperando noticias sobre las nuevas obras maestras de sus realizadores, aunque con el tiempo pocos han sido los que han vuelto a rodar una buena película, convirtiendo esa época en algo excepcional.

Sabíamos en lo que se había convertido el cine, en lo lejos que lo habían situado del clasicismo, y nosotros teníamos nuestras propias ideas al respecto, una política propia para acercar el cine a nuestra realidad: la hipermodernidad y el montaje emocional.

Habíamos descubierto ya a nuestros clásicos, siempre modernos, con los que comulgábamos: Cassavetes, Bresson, Godard, Truffaut, Resnais y los cuentos morales, los italianos -más imaginativos que los franceses: el cine italiano de los años 60 es un OVNI.- Habíamos descubierto que no se puede vivir sin Fassbinder. Tampoco sin Arrebato.

Después llegó Tsai Ming-liang, Jaime Rosales, Los amantes regulares, Last Days, Naturaleza muerta, Death Proof, y asistimos a la proyección de Import/Export, y de nuevo se abrió una brecha, y todas la películas volvieron a envejecer 10 años más: "he aquí nuestro cine, nosotros que nos disponíamos a hacer películas."

Y entonces tuvimos que enfrentarnos a una vida para la que no queríamos estar preparados y con la que ya no teníamos nada que ver. A nuestra gran desilusión le acompañó el estupor, que no era más que un instinto de resistencia, y Nacho publicó sus canciones más difíciles. Pero aprendimos de un modo natural a adaptarnos y empezamos a fingir. Mientras tanto, el cine volvía a recuperar su hambre de ficción y Tarantino reinventaba la historia.

Justo a tiempo aparecieron todos esos cineastas filipinos y el mundo entero se preguntó ¿quién es Brillante Mendoza? Almodóvar filmó Los abrazos rotos, la historia de un hombre que ha de escoger entre la mujer a la que ama y su película -y que defenderé con mis propias uñas.- Godard dijo que no al festival de Cannes por motivos griegos (a los que nuestro sistema económico neoliberalista ahogaba salvajemente): presentó una película que se había producido de un modo socialista por varios realizadores, recordando que el dinero era un bien público, como el agua, y que -en su última lección cinematográfica- en el futuro deberíamos aprender a pensar entre imágenes. Y entonces un tailandés, Apichatpong Weerasethakul, se atrevió a sentar un mono en la mesa.

Nosotros tratamos de actuar como si nada de eso hubiera sucedido, pero no os confiéis.




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